Mi hija quiere ser astrofísica, astrofísica o
escritora. Cuando la gente escucha los singulares e insobornables deseos que se
escapan de la boca de mi dulce criatura alteran el rictus, fruncen el ceño y, con
ojos desorbitados de asombro y verdugo, no tardan en culparnos a nosotros los
padres de ser la causa de los extraños antojos de nuestros hijos. ¡Qué
desatino!
Bueno, está bien, seamos sinceros: lo cierto es que mis caprichos
literarios también se han convertido en los de mi hija Alicia y, claro, de
tanto leer y releer, escuchar y ver todo aquello ¡poco disparatadas son sus
pretensiones, diría yo! A la familia primero le extrañaba que Alicia siempre
tuviera prisa, “¡Dios mío, Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!”, y que se escurriera
por los muebles buscando su madriguera; mis amigos se incomodaban cada vez que mi
inocente niña les interrogaba con uno de los afilados acertijos que hemos visto
miles de veces en nuestra película favorita, ella descubriendo su infancia y yo
recordando la mía: En el Laberinto, de
Jim Henson. ¡Especialmente aquel acertijo
de las dos puertas hacia la vida y la muerte y sus guardianes mentirosos!
Pronto
ella comenzó a leer libros por su cuenta, y me halagaba que siempre tuviera en
mente las debilidades de su madre: la trilogía de El corredor del labertinto (de la que me cuenta que lo importante
es correr, como el conejo) o Los juegos
del hambre (recrimina de esta saga sus limitaciones frente a Un mundo feliz, que les han "mandado" leer
en el Instituto, y se escandaliza de la manía clasificadora del humano). Los
últimos meses la observo muy atenta viendo películas de animación japonesas,
tan surrealistas como las nuestras. En concreto la absorbe una: El viaje de Chihiro. Me recomienda que
la vea con ella, porque “también salen monstruitos fantásticos que se comportan
como humanos”- argumenta. En definitiva, espero que encuentre algún día, en algún astro, su lugar fantástico, menos aburrido que este, o que al
menos sea ella quien lo invente, escribiendo distopías.
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